viernes, 18 de abril de 2014

Rosa Montero

Literatura
022 – Rosa Montero
Una pluma que relata los sueños diurnos

Sin lugar a dudas la periodista y escritora española Rosa Montero es un auténtico ejemplo de tesón y esfuerzo y que de si se quiere algo profundamente se puede...
Porque a pesar de provenir de un origen humilde y de haber padecido de chica la enfermedad de la tuberculosis, situación que la llevó a estar internada en su casa hasta cumplir los nueve años de edad, Montero, logró sobreponerse a los obstáculos que la vida le traía sin todavía ser lo suficientemente madura para comprenderlos y procesarlos y actualmente es una de las plumas más destacadas de su país y también una de las que ha podido sortear los difíciles límites nacionales y llegar, asimismo, con sus libros e idéntica repercusión a otras plazas de habla hispana que la acogieron como propia.
Rosa Montero nació el 3 de enero de 1951. Hija de un rehiletero y un ama de casa, estudió periodismo y psicología, aunque abandonó esta última carrera en cuarto curso.
Colaboró con grupos de teatro independiente, como Canon o Tábano, a la vez que empezaba a publicar en diversos medios informativos (Fotogramas, Pueblo, Posible, etc.).
Desde finales de 1976 trabaja de manera exclusiva para el diario El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical durante 1980-1981.
El primer libro de ficción, la novela Crónica del desamor, apareció en 1979. En los años posteriores ha publicado una docena de ellas, además de relatos y obras dirigidas a los niños. La hija del caníbal (1997) fue llevada al cine con el mismo nombre por el mexicano Antonio Serrano.
Su obra, tanto de periodista como de narradora, ha merecido premios importantes, nacionales y extranjeros. Ha sido traducida a una veintena de idiomas.
Estaba casada con el periodista Pablo Lizcano, quien falleció el 3 de mayo de 2009, a los 58 años, tras una larga enfermedad.
Fragmento "La Hija del Caníbal", Rosa Montero
Con la desaparición de Ramón aprendí que el silencio puede ser ensordecedor y la ausencia invasora. No es que echara exactamente de menos a mi marido: ya digo que estábamos acostumbrados a ignorarnos. Pero llevábamos una década viviendo a dos, y eso crea una relación especial con el espacio. Ya no me cruzaba con él en el cuarto de baño por las noches, no le oía resoplar en la cama a mi lado, no encontraba los restos de su café en la cocina cuando me levantaba —porque siempre me levantaba después que él: Ramón era funcionario del Ministerio de Hacienda y tenía un horario regular—. Cuando vives a dos el mundo se adapta a ese ruido, a ese ritmo, a esos perfiles, y la súbita ausencia del otro desencadena un cataclismo en el paisaje. Me sentía como el ciego a quien un día cambian los muebles de lugar sin advertírselo, de manera que el salón de su casa, tan conocido, se convierte de repente para él en un territorio tan ajeno y desconcertante como la tundra. 



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